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Hace unos días, me acerqué a uno de mis estudiantes y
empezamos a conversar sin rumbo ni tema aparente, y se dio la pregunta,
bastante banal por cierto, de qué me gustaba hacer los fines de semana. Tras
hacer un chequeo mental de mis actividades durante los dos días más sagrados de
mi semana, respondí, sin orden de importancia, que me gustaba jugar
videojuegos, escuchar música, cocinar y leer;
lo más sorprendente fue su expresión facial cuando mencioné la última,
como si leer fuese tan peculiar como criar gallinas en un penthouse. No
pudiendo aguantar la curiosidad, le pregunté:
-A ti no te gusta leer? –
Su respuesta no me sorprendió en lo más mínimo. “Que pereza
leer, profe!”
Ahora, no es un secreto que el declive en la afición por los
libros de las últimas generaciones hacen de los jóvenes lectores más que una
regla, una excepción y bien extraña. No,
no fue eso lo que me provocó el “sacudón” mental que me condujo a la creación
de este escrito, sino más bien, una duda subyacente a la respuesta de mi
alumno, que perfectamente podría ser el eco de miles de chicos como él: en qué
momento dejamos de leer, y aún más… cuando nos resignamos a verlo como algo natural y hasta evolutivo?
La pregunta me dio escalofríos. El solo hecho de
racionalizar que los jóvenes ya no leen es evidencia que nos cansamos de
intentar. Y llegué a la conclusión que la mejor manera de disculpar nuestra
rendición, es atribuyéndola al auge de las comunicaciones instantáneas, a la
filosofía de la “conexión persistente” o, en fraseología popular, al haber
nacido “con el mouse en la mano.”
La ironía, sin embargo, no se me escapa. He tenido todas las
consolas desde que mi papá nos trajo un Nintendo como paliativo a la
hiperactividad de que mostrábamos mi hermano y yo, pero el cual en realidad
jugaba tanto como nosotros. Afronté mis primeros “cachos” encerrándome a jugar
Final Fantasy VII en un PlayStation que compré con mis ahorros, y en adelante,
aprendí a utilizar los videojuegos no
sólo como divertimento sino como terapia. Nunca he estado de acuerdo con la
bendita relación entre ellos y la violencia mediática, conexión inverosímil como en su momento
intentaron establecer con los comics o el rock pesado. Aún hoy, tal y como se
lo dije al chico, paso gran parte de mi tiempo jugando en mi flamante PS3, para
gran tormento de mi mujer, cuya sonriente complicidad no tiene palabras. Tengo
un computador que yo mismo construí y que perfectamente podría haber
representado la cuota inicial de un apartamento de clase media, el cual
almacena toda la evidencia fotográfica y musical de mis últimos 10 años, y en
donde reviso mis 5 cuentas de correo, cuidadosamente monitoreadas y depuradas
(bueno, todas menos una), cuando no estoy conectado en mi smartphone con un
sistema Android no oficial que yo mismo instalé. Yo soy el geek por excelencia.
Cómo puede una persona como yo, que se mueve todos los días
en el ámbito interminable de la tecnología, declararla responsable del letargo que hoy
afecta a nuestra sociedad? Es algo casi blasfemo, de verdad, pero en mi
defensa, yo sí tuve la oportunidad de vivir mi niñez en un entorno donde más me
importaba salir en una foto sin pensar en cuantos Likes podría generar.
Aclaro, eso sí, que el fin primordial de la tecnología, es y
ha sido facilitar la vida del ser humano… no reemplazarla. Nuestra total
interacción social se basa en nuestro Estado en las redes sociales, hasta el
punto que ninguna relación es oficial, hasta que se confirma en Facebook.
Nuestras opiniones hoy se miden en 140 caracteres o menos, y el nivel de
popularidad se cuenta en hits de YouTube.
Y ahora, las malas noticias.
Estudios realizados por el Departamento de Psicología de las
Universidades de Columbia y Harvard demuestran que en el auge de Google como
rey absoluto en motores de búsqueda, éste se ha convertido en “una memoria
transaccional externa que nos evita el ejercicio de recordar, limitando nuestra
capacidad de retentiva de manera sustancial” (fuente: http://www.sciencemag.org/content/333/6043/776.abstract).
Y tiene mucho sentido: al fin y al cabo, para que hacer el
esfuerzo de acordarnos del nombre de la canción que sonaba cuando conocimos a
aquella persona especial, o del actor de esa película que marcó nuestra niñez,
si toda la información que podamos necesitar está a total disposición en unas
cuantas pulsaciones de teclado. Es más, es suficiente hacer la prueba con
nuestros propios hijos o alumnos, cuya dependencia en “googlear” (verbo hace
rato aceptado por la Real Academia, a propósito) raya en la adicción, al punto
que tareas que no requieren consulta y que abiertamente invitan a la opinión
propia e individual terminan inevitablemente impregnadas de Wikipedia.
“Es el avance imparable de la tecnología”, dirán algunos,
“cuando en mi época necesitábamos comprar enciclopedias, hoy mi hijo desde su
computador lo encuentra todo... y gratis”
Hombre, ¿si será gratis? Entonces, ¿por qué el costo
pareciera ser sacrificar su creatividad y la capacidad de opinar? Si bien
Google nos abrió las puertas a un vasto arsenal de información, también da la
impresión que es la nueva generación la que sufre los efectos de semejante
sobrecarga sensorial. Y los efectos secundarios ya se empiezan a ver, no sólo
en el rechazo casi patológico a la lectura, sino en la triste ortografía de
quien depende estrictamente del auto corrector, en relaciones sociales que
nacen y mueren en Facebook y en lacónicas respuestas que deben su brevedad a
Twitter.
Bienvenidos al Efecto Twibookle, la dependencia nociva en la
Trinidad de la tecnología moderna: Twitter, Facebook y Google.
El sitio Social Media Today
(http://socialmediatoday.com)
tiene un artículo bastante interesante escrito por Kevin Cain que ilustra los
efectos negativos de Facebook, llegando al punto de “transformar el lenguaje en
sonidos monosilábicos y la interacción emocional en emoticones” (fuente: http://socialmediatoday.com/kcain/568836/negative-effects-facebook-communication)
Si el lenguaje de por si es influenciable por su entorno, estamos viendo como
el auge de la comunicación instantánea no lo enriquece sino que lo desnutre, y
somos testigos resignados de ello. Valdría la pena replantear qué tanta inmersión
a la tecnología es aceptable a temprana edad donde se vuelve costumbre exponer
a los niños al computador incluso antes de aprender a leer.
Por eso sugiero, sin satanizar ningún aspecto de la
tecnología moderna, invitar a padres y maestros a que evalúen las prioridades
no sólo intelectuales sino sociales de nuestros niños, e invertir en programas
que motiven la lectura, el contacto social y el criterio creativo generando jóvenes
integrales que sepan adoptar la tecnología (idealmente después de segundo o
tercer grado de primaria) desde una perspectiva más madura, más reposada.
Para concluir, cabe anotar que ninguno de estos servicios es
inherentemente más negativo que un martillo en malas manos. Palabras más,
palabras menos, “no es la herramienta, es el uso que se le da”. Sin embargo,
para muchos de nuestros hijos y alumnos, este es el único mundo que han
conocido, casi genéticamente predispuesto. Pero si hay un mundo más allá, un
universo al cual les costará mucho más trabajo acceder si a futuro, sus
habilidades sociales se encuentran terminalmente atrofiadas.
Y es un universo que aún espera visitantes, que sean
partícipes … no seguidores.
Pablo del Pino Mejía
es Ingeniero Certificado por Microsoft, Symantec y GIAC en temas de Seguridad
Informática e Infraestructura de Redes de Datos. Ha dictado varias charlas de
sensibilización en diversas empresas del sector comercial, educativo y financiero
sobre Manejo de Información, y
actualmente se desempeña como Jefe del Área de Informática en el Colegio
Theodoro Hertzl y como Consultor Independiente en Del Pino Consulting (www.delpinoconsulting.com)